CARTAS SIN MARCAR


Con los pibes tomábamos una cerveza en el bar de Pilo todos los jueves a la tardecita, porque en el grupo siempre sostuvimos que el fin de semana arranca el jueves, que el viernes es verso, tocuen, camelo, puro grupo. De qué hablábamos no es un misterio, hablábamos de fútbol, de minas y, algunos, de fierros, pero nunca de amor.

No sé que pasó ese jueves que faltaron todos, caímos Tití y yo. Yo tarde, por supuesto,  y Tití ya estaba hinchado las pelotas a punto de irse.

Será porque estábamos solos que Tití me tiró “che, puedo hablar con vos una cosa?”, me sorprendió, el tono grave y la pregunta, porque uno cree que en esas charlas hablar todo. Parece que no.

- Tengo una espina clavada y me la saco o me enfermo, viejo.

- Decime, Tití, ¿algo con los chicos, tu jermu, tu vieja?

- Algo con todo. La puta madre, veinte años que no lo hablo – Tití jugaba con el vaso casi vacío de la tercera cerveza y miraba para la avenida Independencia pero no veía nada, la mirada se le perdía en la curvita.

- Dale, hablá pelotudo, qué te hicimos? – le tiré medio en broma, me asustaba un poco porque nunca hablaba en serio en serio, siempre te hablaba en joda, de fútbol o de lo bien que la había pegado en el laburo.

- Emilse. – dijo y se calló.

- ¿Emilse? ¿Vive?

- Emilse me gustaba desde primer año, desde primer año, te lo juro. – seguía mirando la nada, yo era la excusa, se ve, necesitaba a otro del lado de enfrente.

- Mirá vos, la flacucha de rulos, Emilse…¿qué tiene ahora dos, tres pibes?  Bocha que no la veo. – traté de mostrarme interesado a ver si me registraba, nada.

- La historia es así me gustaba, me encantaba, bah, me volvía loco. Era la musa en todo, cada cosa que hacía yo era por ella, para que ella notara que existía, que yo también estaba en el curso. Resulta que en tercer año, la ayudé a rendir geografía, mirá pelotudo, me acuerdo hasta la materia, porque todo lo de Emilse lo tengo acá guardado – se señaló el corazón, no la cabeza – ella no quería rendir porque no sabía nada y yo la convencí, y le fue bien, la robó, la robamos, Flaco, fuimos cómplices. Ese día nos quedamos charlando en el pasillo hasta que terminara el resto. Ni se como fue que le dije que había una chica que me gustaba pero que no me daba bola.

- ¿Era ella?

- Si, claro, nunca hubo otra. La cosa es que ella me dijo que la encarara, que al menos me sacara la duda y yo le dije que no me daba la cara, que la veía inalcanzable. Flaco, ahí es cuando me tira la clave, me dice “Tití, las chicas damos señales, vos tenés que darte cuenta”. – no terminó de decirlo que se apuró el final de la cerveza y levantó el vaso en dirección al mozo para pedirle otra.

- Claro, pero bueno la mina ni idea que era ella, ¿no? – yo estaba interesado pero me dio estufado tambien, mas porque le habíamos ganado a River y quería gastar a Sebastian y al Chueco y me estaba comiendo la historieta esta.

- La cosa pasó, viste, yo me puse de novio con Laura y ella con un pibe de la mañana y después me fui del colegio, ahí ya nos vimos poco y nada hasta el viaje de egresados.

- Cierto que viniste con nosotros…

- La cosa ahí habrá sido el tercer o cuarto día…fue en el hotel, el Ausonia, ¿te acordás?

- Que se yo, vivía en pedo Tití, no se ni como volví a Buenos Aires, y ahí que onda, ¿le diste?

- No, resulta que ahí un día yo salgo de la habitación para ir al boliche y coincido en el pasillo con Emilse, no me la olvido, polera y pollera de bambula azul, larga, que le cubría los tobillos, no bien llego a la puerta del ascensor me preguntó si estaba linda, y yo le dije que si, medio balbuceando, creo, pero le dije que si. Llegó el ascensor, nos subimos y yo, nervioso, me puse a cantar “cartas sin marcar” bajito, como para no hablar de nada, y medio mágico, no se, boludo, no se, cuando paré empezó a cantarla ella, entonces, paró y me preguntó si seguía con mi novia, le dije que no, obvio, y ella ahí me dice “yo también me peleé, que casualidad”.

- ¿La señal?

- Si, Flaco, para mí que esa fue la señal, y la dejé pasar, como un boludo, la dejé pasar…y ¿sabés qué, Flaco? me cagué la vida.

EL DIA QUE ME HABLO SIMON

Juan Simón fue un central espectacular de la década del ochenta. Un dos con una clase del carajo, de esos que quitan desde el piso, extirpando la pelota, quitándola con el hueco que se hace en la rodilla semiflexionada, después se levantaba mientras el delantero seguía corriendo sólo, sin la pelota, haciendo el ridículo, un ridículo disimulado porque las miradas, embobadas, se quedaban mirando al zaguero que impertérrito ya levantaba la cabeza para entregar la pelota con la cara interna del botín derecho, siempre limpita, redonda y dando la impresión de que recién lustrada a un compañero. La virtud técnica era empañada, eso sí, por la virtud humana, el tipo era correcto, pulcro, trataba de evitar el foul, sin patadas, acaso alguna vez, pero alguna vez, se le soltó la cadena, y lo rajaron, jugaba de dos, no era un enganche tampoco, me acuerdo una tarde en cancha de Boca, le dio un furibundo puntapié al Tata Martino, creo, en el área que da a la 12, penal y a cobrar, pero así demostraba que hasta él se equivocaba de vez en cuando, exonerando al resto de sus compañeros mas proclives a los deslices futboleros.
Imagínese, él el dos de Boca a mis 12 años, cuando yo jugaba de defensor en Deportivo Atletic. Era mi espejo, mi sueño era jugar como él. Imitaba cada uno de sus movimientos y la admiración era tanta que disfrutaba más de un cierre preciso que de meter un gol. El tema del gol era, quizás, su déficit, tenía poco gol, no recuerdo alguno, si metió fueron pocos, pero evitaba tantos que a quién carajo le importaba que hacía en el área de enfrente, porque vio que hay defensores que tienen que hacer cien metros ida y vuelta para lavar sus culpas, pero este no era el caso, podía darse el lujo de quedar de último hombre cuando teníamos un córner a favor.
Para más datos, para ilustrarle mejor y para que usted entienda mi emoción, le cuento que soy de los tipos que le gusta ir a ver la Reserva para ver qué pibe se destaca, y, por costumbre, tiendo a mirar a los centrales, indefectiblemente, cuando alguno me gusta, lo comparo con Juan Simón, tiene el timming de Simón, o sale jugando como Simón…ocasionalmente tengo que contarle a algún plateísta muy joven quién fue Simón.
Entonces imagínese mi escozor esa tarde de Septiembre, con un sol que rajaba la tierra pero con una temperatura agradable, ideal para un picado. Ahí estaba yo, paradito a la altura de la medialuna (o entre la medialuna y el área grande) y, ahí nomás, Juan Simón a una distancia de no sé…cuatro metros, bueno, lo que distancia al dos del seis, un poco más adelante que yo, algo propio de su experiencia y privilegio bien ganado (era subcampeón del mundo el tipo). Yo, igual, medio que estaba en la mía, no quería mirarlo mucho y menos hablarle, que se yo, por ahí el tipo creía que yo era un pesado insoportable, un pelotudo, que se yo, yo me quería manejar con naturalidad, como dueño de mi ubicación. Pero su imagen, para mí era como un imán, de reojo lo miraba, siempre algo se aprende. Incluso noté que le envidiaba algo, esa tranquilidad del tipo. Ganáramos o perdiéramos, el tipo siempre tranquilo.
Yo seguía en mi lugar, haciendo el esfuerzo de mirarlo sin que se diera cuenta y mucho menos de hablarle, yo pensaba que quizás en una situación, un gol algo así en el revuelo podía quedar cerca de él y recibir un gesto de aprobación. Ni hablar de pedirle una camiseta, eso sería demasiado y, aparte podía tirar todo a la mierda. Así que ahí seguía yo, a la distancia del dos al seis, el algo más adelantado y yo relojeando. Pero esa tarde Simón reparó en mí.
Y, ojo, no es que el tipo me vió mal ubicado, o me quiso hacer notar que le estaba reclamando alguna pelotudez al árbitro al límite de la contravención. No, el tipo se dio cuenta de que yo podía serle útil. Sí, yo, yo podría darle una mano, yo podría ayudarlo a cubrir mejor un sector para él desprotegido, casi diría, noté en ese momento, inalcanzable para su humanidad (ya llevaba unos años de retirado), y ahí estaría yo, el que soñaba con emularlo para cumplir, desde mi juventud comparada, con su encargo. Me miró, lo miré, me levantó la ceja como mostrándome a alguien que vendría cerca de mí, oteé a mi derecha y ví a qué se refería. Lo volví a buscar con la mirada y ahí ya me levantó la mano izquierda.
- Pibe, pibe, ahí a ese!!- me gritó.
- A mi? – mezclé la humildad con la incredulidad.
- Si pibe, vos, dale – insistió, ya con los ojos para afuera, como viendo que perdíamos la chance.
Entonces tome al hombre del hombro, justo cuando me pasaba por la derecha, dio vuelta la cara como no entendiendo, porqué fui directamente a agarrarlo si no era necesario. Sujetándolo me quise asegurar y me volteé hacia donde estaba Simón y le devolví un gesto como de reaseguro que era eso lo que quería, me asintió con la cabeza, con aire resignado, como diciendo no era tan complicado lo que te pedí boludo.
- Hombre, ahí en la tercera fila, te llama Simón – le dije al cafetero de la platea Norte mientras le pagaba sus cuatro pesos.
- Cuando termine con la fila cuatro voy – contestó sin mirarme, como si le chupara un huevo quien lo llamaba.
Le hice seña de que ya le había avisado. Simón me levantó el pulgar. No me quedé tranquilo hasta no ver que tenía su vasito blanco en la mano. Después empezó Boca – Independiente. Ni me acuerdo como salió y me importa un carajo, a mí me habló Simón.

3 MINUTOS MAGICOS CON ARACELI

La última vez que había ido al Gorriones Athletic había sido no hacía menos de 10 años (por ahí miento, y eran unos quince), desde que me mandaban a cubrir la Liga Nacional. La excusa convocante era que el superpluma Marito Insaurralde había ganado el campeonato regional. A mí me invitaban mas como director de la sección Deportes del zonal Vientos del Sur, que como ex delantero del club. La verdad, Omar Delfino, el presidente y organizador quería que dijera unas palabras de no se que mierda de Marito, yo en realidad sabía que Marito había ganado entongado la pelea porque al bahiense ese de Rocky Zavala le habían tirado un par de minas a cambio de dejarse voltear en el tercero y, en permuta, le prometían una revancha limpia en 3 meses y ahí claro, a igualdad de condiciones, Marito terminaría comiendo papilla por un tiempo largo. El crédito local se quedaba, eso sí, con una gloria que nadie había tenido nunca jamás en el pueblo.
Así que le dije a Don Omar que para mí era un gusto ir pero que me parecía prudente que la plaqueta o lo que fuera que le dieran se lo diera alguien del club, más cercano a la pretendida gloria del nuevo campeón.
Se habían cursado invitaciones a todos los que jugamos ahí, y no sólo a los de fútbol, los viejos del tenis, los de las bochas, los de natación y, claro, las de voley y las de hockey, lo interesante era ver que había sido de cada uno.
Mi señora y mis 3 pibes decidieron no ir, el plan sólo era tentador para quién iba a volver a pisar la cancha donde había metido unos cuantos goles (recuerdo 2 muy especiales, uno en partido de selección un derechazo cruzado ante la salida del arquero Rogelio Benítez que entró pidiendo permiso junto al palo y otro, para Gorriones, el que nos dio un campeonato en el clásico ante el Sporting en un rebote, casi sin trayectoria y que se metió pasando por entre mil pies, uno en cada arco), así que me vestí llevé mi grabador con cassette nuevo por si había alguna personalidad (tal vez el intendente, los políticos son geniales a la hora de atribuirse el mérito de los deportistas, incluso en un afano como este, del que no sería inocente seguramente), mi libreta de anotaciones, unos pesos de la mesa de luz y me caminé tranquilo las 12 cuadras.
Cuando llegué había poca gente, alguno me reconoció. Enseguida se me acercó Delfino con un pedo para cuarenta y una rubia de concurso, atrás el intendente, el doble de pedo y no una rubia, sino dos morochas. El viejo me dijo alguna pelotudez sobre Marito, yo le palmeé el hombro, le dejé una mueca y rogué no volver a cruzarlo en lo que quedara de noche. En la cancha estaba terminando el entrenamiento de los Gorrioncitos, la tercera special de los Gorriones, me quedé mirando, había un par de pendejos que la movían, pregunté en la mesa sus nombres y los anoté. Iba a tratar de mecharlos en alguna crónica, si explotaban yo me reservaba haber sido el primero en escribir sobre ellos y, sino, quién carajo se iba a acordar de que yo, en una nota pedorra, había nombrado a Joaquín Veratta y Pablito Massantonio. El entrenamiento terminó y me empecé a poner nervioso, Marito no llegaba y ninguno de los que habían jugado conmigo tampoco. Fui y vine como diez veces, anoté algunos apuntes más sobre esos dos pendejos, los puestos y alguna cosa técnica que me había llamado la atención. Me volví a la administración y pregunté cuándo jugaba la tercera special, por ahí venía a verla o mandaba a algún chico de la redacción con instrucciones de mirar a los pibes. Me dijeron que los sábados a las nueve. Mandaría a algún pibe entonces.
En eso llegaron el Richard Galíndez, un arquero de leyenda, el Ruso Manrique (jugaba de dos y jamás entendí porqué carajo le decíamos ruso) y Horacito Landró (era un desastre pero el padre había sido presidente y se la rebuscaba para jugar al menos diez minutos por partido) hubo abrazos, comparación de peladas y curvas de progreso (eso a lo que vulgarmente llaman panza). Al ratito, antes de que buscáramos lugar, llegaron las chicas de hockey: Florencia, Araceli, Matilde, Marcela y Sandra. La verdad, el tiempo había sido piadoso con ellas, todas llegaron con sus pibes (los varones todos jugaban en el Sporting, cosa que a mí me frustraba) y ahí sí, buscamos ubicación en una de las mesitas arrimando sillas de alrededor.
La charla empezó como toda charla de un grupo que hace mucho no se vé, en qué anda cada uno, como lo trata la vida, si armó familia…y, así, surgen las sorpresas, y las desilusiones. La mayor desilusión mía, y no me la había llevado en ese momento, sino mucho antes, era que el Richard no hubiera sido el arquero de River o Boca, era un fenómeno, pero bueno, nos contó que se quedó con el tío que tenía unos campos y ahí andaba medio de cuidador o peón y con cinco pibes de tres mujeres distintas. Las chicas se habían volcado por la docencia o por la casa, del hockey ni noticias. A todo esto las de voley no llegaban y eso me rompía las pelotas, porque el Ruso estaba como loco que quería ver a la Negra Ferrari, y, ya un tanto entonado, juraba que se la quería volver a voltear en el vestuario de la cancha de fútbol.
A todo esto los pibes rompían las bolas de lo lindo, claro, tenían hambre y el boludo de Marito que no llegaba nunca. Las madres ya no sabían como dominarlos (imagínese usted la escenografía con esa tarima decorada en papel crepe violeta, los globos verdes y blancos y las luces con celofán rojo y/o azul, si los pibes tomaban posesión de las instalaciones la fiesta se iba a la mierda). Entonces, a Florencia se le ocurrió que esos chicos debían comer y ella también, por lo que sugirió ir a comprar comida. Cuando digo comida hablo de los choripanes del Buffet de Don Clemente (que ya era viejo cuando yo jugaba) y allí fue, seguida de todos los enanos esos…y de todas sus amigas…salvo de Araceli que se quedó allí, conversando conmigo. Araceli era la chica que siempre me había gustado, todos quedaban boludos con las chicas de voley pero yo desde muy chiquito me había encandilado con Ara. Es más, creo que con Ara y con sus rulos, porque los rulos le daban una personalidad privativa, era su marca distintiva.
Quizás no fueron mas de tres minutos, no creo que ni un minuto más, calculo yo. Me preguntó cómo era eso de ser jefe de sección de un diario, si me quería quedar ahí o me iría a algún pasquín de la Capital algún día. En eso vino Sandra y la despachó, me pareció que medio se la sacó de encima, pero no le dí bola y seguí contándole lo mío. Después me hizo un raconto de su vida, que estaba dedicada a su casa, sus tres pibes y su marido, incluso dejó entrever que estaba contenta con lo que le había tocado. Enseguida llegaron todos y se sentaron alrededor, trajeron choripanes y unas cuantas cervezas para regar la medianoche. El Ruso seguía loco con el tema de la Negra Ferrari y el asunto ese del vestuario, hablamos de todos los que no vinieron, de los técnicos que tuvimos y hasta aventuramos que algunos llegaron a primera no precisamente por sus dotes futbolísticas. Al final los pibes se pusieron más densos de lo soportable, el escenario ya había sido arrasado y ya no quedaba ninguna autoridad del Club. Entonces decidimos irnos, además, el tornillo también apuraba la retirada. Me quedé tranquilo, los rulos de Araceli seguían allí, sus dientes no muy bien acomodados también y flaca, tan flaca como hacía tantos años, la piel algo gastada, pero nada comparado con mi pelada incipiente y mis canas que ya superaban el 50% de la superficie disponible. La sonrisa era la misma y la simpatía seguía intacta. Algo rea, también. Nos pusimos los abrigos y nos fuimos hasta la entrada principal, nos saludamos, nos prometimos que no se iba a cortar (una vez más, como hacía varios años), que muy lindo todo, que lo que se perdieron los que faltaron.
A casa me llevó el Ruso, absolutamente en pedo, seguía con el asunto ese del baño y la Negra Ferrari. La Negra no fue. Marito tampoco.

TOCATE UN HUEVO

Para empezar tóquese un huevo, mire, si piensa seguir leyendo esto tóquese un huevo, una teta o lo que corresponda, pero de todos modos si es supersticioso siga husmeando otra cosa, porque esto que le voy a contar es un caso serio, y mire que yo no creo una mierda de estas cosas, pero… que pasan, pasan.
Yo a Emilio Municcini lo conocí en el colegio, pero en el colegio secundario, digamos que éramos ya un par de matungos importantes de unos 16 años. Habíamos caído por desgracia en ese colegio huyendo de experiencias aún peores y, como siempre pasa entre los nuevos armamos algo así como una amistad, o al menos lo que a esa edad se considera tal cosa.
El caso es que Emilio era un tipo muy pusilánime, de esos que tienen a flor de labio el “ojo, puede fallar”, de esos forros que cuando vamos a hacer algo que solo podremos hacer a los 17 años saca una voz de la conciencia de no se donde mierda que nos baja la moral al piso y nos da ganas de volver a apolillar hasta el día del juicio final.
Jamás salió con nosotros de noche, en realidad jamás salió, a no ser para jugar al fútbol, ahí debo reconocerle dotes importantes, era habilidoso un 10 de los buenos, con criterio, aunque tenía un defecto, para mí, exasperante: ante la menor adversidad bajaba los brazos y se nos iba del partido. Entiéndame que yo siempre fui un rústico, ya fuera como delantero o defensor siempre fui de los que tenían que poner empeño y a los que poníamos empeño nos daba lo mismo ir ganando que perdiendo si siempre nos teníamos que romper el orto, pero él, él que tenía las virtudes naturales, no, se nos echaba a menos poniendo caritas de que vamo’ a hacer, no se puede y no se puede.
Pero igual no es la cuestión, la cuestión es que Emilio era mufa, era un mufa de la puta madre que lo parió, de esos importantes, uno de esos que de no ser porque uno era su amigo era mejor cruzar la calle cuando le veía venir. Pero aparte, no era un mufa así nomás, no, era uno de los pesados de los que llevan la desdicha grande, digamos que era una escoria humana.
Encima, no quiero mentir, pero vio como son estas cosas, se parte del mito y después se interpretan las historias, acá fue al revés primero vinieron los hechos, es decir, que cuando empezamos con el tema de que Emilio era mufa, nadie lo ponía en duda, ni mi vieja que pedía piedad para el pobre pibe, pero igual se agarraba la teta.
El punto de partida registrable, porque no tengo dudas de que algo antes ya habría pasado y, entretenidos en amores juveniles, lo dejamos pasar, fue durante una clase de inglés un miércoles al mediodía. Resulta que la profesora, la pobre Sra. Williams Ermida, debía entregar las notas de las pruebas que había tomado un par de semanas atrás, ese día se reintegraba a clase ya que había fallecido su marido pocos días antes. El tema fue que empezó a entregar las pruebas sin mayores comentarios para cada uno, eso hasta que llegó el turno de Emilio.
- Municcini – la voz se le acongojó – tenés un 6. Ah, mientras corregía tu prueba, al lado de su cama, se murió mi marido.
La puta que lo parió, ¿no?, mire, si yo le pudiera contar lo que fue ese silencio, si pudiera, ¡si pudiera me darían el Nobel de literatura! porque no se puede explicar. Nos corrió como un frío, algunos se rieron, los adolescentes son crueles, casi como los niños.
Yo entiendo que Emilio todavía la culpe a la pobre Sra. Williams Ermida, él sigue repitiendo que ella lo estigmatizó, que fue ese comentario el que lo catapultó a una fama tan indeseable. Pero los hechos posteriores no hicieron más que agigantar esa fama.
La cosa, acá le tiro una hinchada en contra, pero el hecho fue verídico, se puso castaña oscura cuando decidió ir a ver a su Ferrocarril Oeste, Ferro, que venía 6 fechas invicto, puntero solo, iba a cancha de Vélez, su clásico rival a defender la punta…y ahí fue Emilio, Ferro perdió, el partido y la punta y ese fue el puntapié inicial para la campaña que lo sepultó en el ascenso del fútbol argentino, del que vale aclarar hasta el día de hoy no logró volver. De Ferro no era el único y todos y cada uno de los demás le hicieron saber su culpa por la desgracia verdolaga.
Otra, de remate, fue cuando se tomó un taxi para las 7 cuadras que separaban su casa del colegio, ese día llegó tarde, como a las nueve, una menos cuarto salimos, como cada día…el taxi estaba a pocos metros del colegio…pero con el eje desencajado, hecho mierda el coche.
Matías Zannardi nunca se va a olvidar de Emilio, seguro que no, al menos cuando se mire el dedo gordo del pie izquierdo va a recordar el día que, jugando al fútbol en Caballito, lo quiso gambetear (Matías tenía una gambeta de zurdo que metía envidia) y sin tomar contacto se enterró la punta del pie en la alfombra de la cancha y se arrancó el dedo propinándonos un espectáculo por demás desagradable. Emilio lo miraba a centímetros de distancia.
Yo mismo, al ver mi mano izquierda aún con signos de aquella quemadura con una sartén lo recuerdo, ese día había estado en mi casa, en mi cocina, incluso apoyado contra la mesada de mi pequeña gran tragedia.
Si de música se trataba, era mejor que a uno lo reprobara, todos sus ídolos musicales habían muerto, no quedaba ni uno vivo, y ninguno de viejo, el que no se cayó con un helicóptero se murió de sobredosis de aspirineta, todos con una mala leche inexplicable.
Todo un personaje este Emilio, capaz de llamarte el día de tu cumpleaños, 2 años seguidos después de egresar, con puntualidad inglesa solo para decirte si querés ir a jugar al fútbol, o de, viviendo a 30 metros de tu casa tomarse un taxi delante tuyo espetándote un:
– Chau, che.
Digamos que era un tipo complicado, de esos que no son mala gente, pero mejor de enfrente, porque le repito que yo no creo, pero las cosas pasan, y esto que le cuento no son cuentos de mi abuela, no, todo esto yo lo vi con mis propios ojos. Nunca me voy a olvidar, en la esquina de Senillosa y Rosario cuando con Leo le contamos un proyecto de reciclado de papel, el tipo nos escuchó interesado, compenetrado, impertérrito para luego sentenciar…mmmm, eso no va a funcionar.
Y no, no funcionó.

EL TANO ZAMPINI

El Tano Zampini era el encargado del bar donde desayunábamos todas y cada una de nuestras mañanas, “la Esplendorosa” era el pretencioso nombre del tugurio que poco honor le hacía a su mote. El Tano era un enigma grande como un Boeing, un día charlaba con nosotros como uno más de la mesa y al otro, si saludaba, había que darle las gracias. Digamos que, cuando hablaba, el Tano tampoco hablaba demasiado, era como que nos hacía caras, caras de blanco o de negro, a gusto del interlocutor, o comentarios cortos, ambiguos, de esos que dejan el remate en puntos suspensivos.
Para ser sinceros “la Esplendorosa” era ya de por sí un lugar misterioso en cuanto de opiniones se tratara, el mozo, don Indalecio era igualmente callado como sumiso, pero escondía un halo de rebeldía que más de una vez me hizo pensar si ese tipo no terminaría saliendo en los diarios y, ojo, me lo imaginaba más en la sección de policiales que en la de política internacional. Las cosas las hacía, nunca dejó de servir el café, de acertar con lo que siempre pedíamos, jamás un no, a lo sumo la confusión desconcentrada de la medialuna de manteca en lugar de la de grasa, pero nada más que achacarle al bueno de Indalecio, pero a mi siempre me dio pinta de extraño.
Pero el tema, más allá de aclarar el nulo esplendor de La Esplendorosa y la oscura personalidad de su mozo, es el del Tano Zampini. El tipo era un misterio, nosotros siempre hablábamos de fútbol, pero sobre todo los lunes, los lunes no había otro tema, se discutía si era penal, si era roja, amarilla, anaranjada o prisión preventiva para el 3 de Ferro o el 5 de Gimnasia, el lunes era el día de la discusión del hincha y a partir del martes preferíamos debatir de táctica y técnica de los jugadores. Pero cualquiera fuera el temario, allí se lo veía al Tano, con una sonrisa del tipo de la Mona Lisa como queriendo acotar algo que nunca acotaba, como si tuviera la solución de cada uno de nuestros divagues y prefiriera guardársela para él.
Pero, a toda agua de estanque le llega su Tsunami, y entonces el Tano un día emitió sentencia definitiva, con carácter de cosa juzgada. Fue como cuando esos tipos tranquilos ¿vio?, que todos lo joden en la cara y el tipo impávido, hasta que un día destroza un maxilar de un derechazo certero que genera un silencio que ensordece, bueno, eso pasó un día con el Tano Zampini.
Porque, la verdad, nunca lo había criticado, mientras dirigía a Boca, nos miraba en la mesa, ahí había quien lo defendía y quien no, pero el Tano miraba, a lo sumo acotaba que lo de ahora no era fútbol, que fútbol era el de antes, el que él jugaba en San Telmo y no esta bazofia empresarial y marketinera, pero no juzgaba el fondo de la discusión. Yo no le voy a mentir, a veces le sacaba charla a ver si soltaba prenda, pero, honestamente, me ponía muy nervioso su cara de potus. Ojo, tampoco lo adulaba si alguien lo criticaba, escuchara lo que escuchara, la actitud no cambiaba. Si uno lo miraba mientras alguno hablaba, su cara era halagadora o defenestradora, según del costado ideológico que uno lo mirara.
En la Esplendorosa había un banderín de San Telmo, pero el Tano, mas allá de haber sido un buen zaguero de ese club, no era hincha así que un día le preguntamos de quién era hincha. Cualquier tipo normal al que usted le pregunte eso le contesta el nombre de un club y sigue leyendo el diario. Digamos que preguntarle a otro de que cuadro es hincha es una de esas preguntas bien pelotudas pero que sirven para romper el hielo, vaya este dislate para dejar en claro que clase de tipo era el Tano, que dos años después no sabíamos de quien carajo era hincha. Pero la respuesta del Tano fue extraordinaria, el tipo nos contó que hasta no se qué año había sido hincha de Boca, pero después de no se qué trifulca contra hinchas de no se que otro cuadro, con muertos incluidos, se había hecho de Chacarita. Perdería demasiado tiempo en relatar nuestras respuestas, pero fue la respuestas mas insólita a “de que cuadro sos” que recibí en toda mi vida, hasta me generó pavura de volver a preguntar eso.
El tema es que el DT en cuestión un día se fue de Boca para la Selección, y el tema se siguió discutiendo, si tenía que ir o no a la selección, si estaba capacitado, si Boca era más o menos que el representativo Nacional y bla bla bla. Nadie recuerda que el Tano se haya expedido, no dijo nada y si dijo habrá sido una nimiedad que ninguno de nosotros alcanzó a registrar.
Aquel proceso arrancó mal, perdiendo y también fue tema de conversación, como siempre en nuestra mesa, pero desde la barra nos observaba el Tano en silencio, sonriendo.
Pero algo ya le adelanté, un día el Tano dejó de sonreír para decir, fue un día en que la Selección no perdió, tampoco ganó aunque jugó como el culo, así y todo no le metieron ningún gol aunque ni cerca estuvo de embocar una pepa…seguramente algo así estaba esperando el Tano para hablar, querría dejar en claro que no era un contrera circunstancial, estaba agazapado como un gato frente al gorrión en el jardín, ese día nos miró desde la barra, su sonrisa seguía ahí inmutable, emitió un sonido jactancioso y dijo:
- ¿Vieron?, Basile no sabe nada de fútbol.

LA SILLA VACIA

Don Bartolo ya pasaba los 80 pirulos y aunque nadie sabía exactamente por cuantos las referencias que nos daba nos permitía imaginar que por unos varios otoños.
Su sangre era la típica del vitalicio de platea, tan infaltable como contrera. Un verdadero cultor del “todo tiempo pasado fue mejor”. Don Bartolo era de esos que en la cancha no expresan su amor de manera explícita, sino por el atajo del rezongo permanente.
Era socio del Deportivo Unidos de Navarro desde que se acordaba, siempre nos contaba que su padre y su tío se disputaban el honor de haberlo asociado al club, aunque las lenguas del pueblo siempre dijeron que había sido su Tía Isadora, mientras flirteaba con el Secretario de actas del club.
Desde su platea, siempre la 57 desde que había llegado a vitalicio, había visto las mejores campañas del Deportivo, también las peores, desde allí vio jugar a cada una de las glorias, algunas ya adivinadas por él desde la reserva, y se cansó de hacerse malasangre con los pataduras que la directiva compraba en tiempos de vacas flacas.
Hay que decirlo, Bartolo no faltaba un solo domingo, algunos le atribuían esa constancia a su amor incondicional por el celeste y azul, otros, sus detractores, hartos de sus rezongos permanentes, lo relacionaban con que no tenía una mierda que hacer en su casa.
Lo cierto, en rigor, era lo primero, lo segundo eran comentarios que se aderezaban con lo que el propio Bartolo decía de su insufrible esposa.
Lo de cada Domingo era una rutina, con sándwich de bondiola, bajado con tinto y soda en la parrilla de Ernesto en la esquina de la cancha, llegada temprana al estadio, reserva, donde siempre soñaba con descubrir a algún ídolo del futuro, charla con los de la 56 y 58 y después si, esos 90 minutos, de sufrimiento insalubre sin importar la trascendencia de lo que se jugaba.
Y aquel domingo de mayo no fue tan distinto, aunque todos sabían que ese día Casimiro Iniesta no estaría en el banco con su inconfundible camiseta Nº 7. El 7 bravo, el loco Iniesta había sido transferido a otra Liga, una liga menor y más acorde a sus posibilidades y las de su rodilla y solo saldría antes del partido para recibir sus últimos aplausos y despedirse definitivamente de sus hinchas.
Bartolo llegó, se sentó y permaneció inmóvil durante la reserva, era increíble, no insultaba a los pibes, no los vilipendiaba ante cada yerro, y hasta hubo goles que no gritó, el arbitro salió indemne de su ya a apagado vozarrón. Mudo, con los ojos como cristalizados. Tan rara era su actitud que los demás plateistas lo miraban, la barra llegó y, en vez de colgar los trapos, también miraban la platea Norte confundidos. El Chango Gutiérrez, DT de la reserva, cada tanto miraba para arriba para confirmar la presencia de Bartolo, y Bartolo estaba, pero mudo. Saverio Benet el 3, acostumbrado a surcar el lateral oyendo un sinnúmero de insultos para él y encargados para que repartiera entre sus compañeros, no lograba concentrarse ante tamaña falta.
La reserva terminó y, si bien los pibes ganaron, se fueron al pequeño vestuario en silencio, se preguntaban si lo habían visto y al que lo había visto le preguntaban si estaba seguro…
Y así nomás, a 10 minutos de empezar el derby del pueblo contra Expósitos Navarrenses asomó la rubia cabellera de Casimiro Iniesta. No bien pisó la cancha Tulio, el del buffet, le acercó un micrófono para que hablara. Y Casimiro habló, se emocionó y emocionó a todos. Mientras hablaba la gente coreaba Casimiiiiiiro, Casimiiiiiiiiro… y el loco se quebró, tiró a la mierda el micrófono y levantó los brazos, apuró el paso al vestuario y se fue para que nadie lo viera llorar, por el camino se cruzó con sus compañeros, los saludó a todos, incluso al DT, Lisandro Perez, el que lo había borrado.
El arbitro pitó y el partido empezó, como siempre con la pierna fuerte que en rigor marcan los clásicos como estos, el griterío se hizo infernal y la cancha toda se olvidó de Iniesta que, para ese entonces, ya estaría saliendo para su casa donde lo esperaban los dirigentes del Central Ferroviario, su nuevo club para hacer los papeles. Pero Bartolo seguía mudo, con los ojos brillosos y ni había encendido su primer cigarrillo, cosa que por años había hecho ni bien sonaba el silbato.
Hasta que Bartolo habló.
- Me voy pibe – dijo.
- ¿Cómo Bartolo?, ¡si recién empieza!, no joda.
- No pibe, me voy, le hicieron un homenaje de mierda, chau.
- Pero vamos es un clásico contra los pecho frío estos, vamos Bartolo ¡no hinche las pelotas!
- Te dije que me voy, pibe, ¿qué querés? ¿que me de un bobazo? Estoy mal fue una mierda. Chau.
Y Bartolo bajó las escaleras de madera podrida, caminó hasta las vías y encendió el pucho, echó una puteada al aire y se permitió llorar un poco, por dentro le pidió perdón al loco Iniesta por putearlo el día que debutó contra Sporting Gallegos y tiró un penal a las nubes…si lo querría a Casimiro, lo del homenaje fue una excusa, pero lo del bobazo era cierto. Su corazón podía resistir los resultados del fútbol pero no los de los sentimientos, ni Bartolo ni su corazón podrían resistir ver aquella silla, la tercera empezando de su izquierda, vacía, la del almohadoncito, la que desde hacía cinco años ocupaba cada domingo en el banco, solamente el Loco, Casimiro Eliseo Iniesta.