3 MINUTOS MAGICOS CON ARACELI

La última vez que había ido al Gorriones Athletic había sido no hacía menos de 10 años (por ahí miento, y eran unos quince), desde que me mandaban a cubrir la Liga Nacional. La excusa convocante era que el superpluma Marito Insaurralde había ganado el campeonato regional. A mí me invitaban mas como director de la sección Deportes del zonal Vientos del Sur, que como ex delantero del club. La verdad, Omar Delfino, el presidente y organizador quería que dijera unas palabras de no se que mierda de Marito, yo en realidad sabía que Marito había ganado entongado la pelea porque al bahiense ese de Rocky Zavala le habían tirado un par de minas a cambio de dejarse voltear en el tercero y, en permuta, le prometían una revancha limpia en 3 meses y ahí claro, a igualdad de condiciones, Marito terminaría comiendo papilla por un tiempo largo. El crédito local se quedaba, eso sí, con una gloria que nadie había tenido nunca jamás en el pueblo.
Así que le dije a Don Omar que para mí era un gusto ir pero que me parecía prudente que la plaqueta o lo que fuera que le dieran se lo diera alguien del club, más cercano a la pretendida gloria del nuevo campeón.
Se habían cursado invitaciones a todos los que jugamos ahí, y no sólo a los de fútbol, los viejos del tenis, los de las bochas, los de natación y, claro, las de voley y las de hockey, lo interesante era ver que había sido de cada uno.
Mi señora y mis 3 pibes decidieron no ir, el plan sólo era tentador para quién iba a volver a pisar la cancha donde había metido unos cuantos goles (recuerdo 2 muy especiales, uno en partido de selección un derechazo cruzado ante la salida del arquero Rogelio Benítez que entró pidiendo permiso junto al palo y otro, para Gorriones, el que nos dio un campeonato en el clásico ante el Sporting en un rebote, casi sin trayectoria y que se metió pasando por entre mil pies, uno en cada arco), así que me vestí llevé mi grabador con cassette nuevo por si había alguna personalidad (tal vez el intendente, los políticos son geniales a la hora de atribuirse el mérito de los deportistas, incluso en un afano como este, del que no sería inocente seguramente), mi libreta de anotaciones, unos pesos de la mesa de luz y me caminé tranquilo las 12 cuadras.
Cuando llegué había poca gente, alguno me reconoció. Enseguida se me acercó Delfino con un pedo para cuarenta y una rubia de concurso, atrás el intendente, el doble de pedo y no una rubia, sino dos morochas. El viejo me dijo alguna pelotudez sobre Marito, yo le palmeé el hombro, le dejé una mueca y rogué no volver a cruzarlo en lo que quedara de noche. En la cancha estaba terminando el entrenamiento de los Gorrioncitos, la tercera special de los Gorriones, me quedé mirando, había un par de pendejos que la movían, pregunté en la mesa sus nombres y los anoté. Iba a tratar de mecharlos en alguna crónica, si explotaban yo me reservaba haber sido el primero en escribir sobre ellos y, sino, quién carajo se iba a acordar de que yo, en una nota pedorra, había nombrado a Joaquín Veratta y Pablito Massantonio. El entrenamiento terminó y me empecé a poner nervioso, Marito no llegaba y ninguno de los que habían jugado conmigo tampoco. Fui y vine como diez veces, anoté algunos apuntes más sobre esos dos pendejos, los puestos y alguna cosa técnica que me había llamado la atención. Me volví a la administración y pregunté cuándo jugaba la tercera special, por ahí venía a verla o mandaba a algún chico de la redacción con instrucciones de mirar a los pibes. Me dijeron que los sábados a las nueve. Mandaría a algún pibe entonces.
En eso llegaron el Richard Galíndez, un arquero de leyenda, el Ruso Manrique (jugaba de dos y jamás entendí porqué carajo le decíamos ruso) y Horacito Landró (era un desastre pero el padre había sido presidente y se la rebuscaba para jugar al menos diez minutos por partido) hubo abrazos, comparación de peladas y curvas de progreso (eso a lo que vulgarmente llaman panza). Al ratito, antes de que buscáramos lugar, llegaron las chicas de hockey: Florencia, Araceli, Matilde, Marcela y Sandra. La verdad, el tiempo había sido piadoso con ellas, todas llegaron con sus pibes (los varones todos jugaban en el Sporting, cosa que a mí me frustraba) y ahí sí, buscamos ubicación en una de las mesitas arrimando sillas de alrededor.
La charla empezó como toda charla de un grupo que hace mucho no se vé, en qué anda cada uno, como lo trata la vida, si armó familia…y, así, surgen las sorpresas, y las desilusiones. La mayor desilusión mía, y no me la había llevado en ese momento, sino mucho antes, era que el Richard no hubiera sido el arquero de River o Boca, era un fenómeno, pero bueno, nos contó que se quedó con el tío que tenía unos campos y ahí andaba medio de cuidador o peón y con cinco pibes de tres mujeres distintas. Las chicas se habían volcado por la docencia o por la casa, del hockey ni noticias. A todo esto las de voley no llegaban y eso me rompía las pelotas, porque el Ruso estaba como loco que quería ver a la Negra Ferrari, y, ya un tanto entonado, juraba que se la quería volver a voltear en el vestuario de la cancha de fútbol.
A todo esto los pibes rompían las bolas de lo lindo, claro, tenían hambre y el boludo de Marito que no llegaba nunca. Las madres ya no sabían como dominarlos (imagínese usted la escenografía con esa tarima decorada en papel crepe violeta, los globos verdes y blancos y las luces con celofán rojo y/o azul, si los pibes tomaban posesión de las instalaciones la fiesta se iba a la mierda). Entonces, a Florencia se le ocurrió que esos chicos debían comer y ella también, por lo que sugirió ir a comprar comida. Cuando digo comida hablo de los choripanes del Buffet de Don Clemente (que ya era viejo cuando yo jugaba) y allí fue, seguida de todos los enanos esos…y de todas sus amigas…salvo de Araceli que se quedó allí, conversando conmigo. Araceli era la chica que siempre me había gustado, todos quedaban boludos con las chicas de voley pero yo desde muy chiquito me había encandilado con Ara. Es más, creo que con Ara y con sus rulos, porque los rulos le daban una personalidad privativa, era su marca distintiva.
Quizás no fueron mas de tres minutos, no creo que ni un minuto más, calculo yo. Me preguntó cómo era eso de ser jefe de sección de un diario, si me quería quedar ahí o me iría a algún pasquín de la Capital algún día. En eso vino Sandra y la despachó, me pareció que medio se la sacó de encima, pero no le dí bola y seguí contándole lo mío. Después me hizo un raconto de su vida, que estaba dedicada a su casa, sus tres pibes y su marido, incluso dejó entrever que estaba contenta con lo que le había tocado. Enseguida llegaron todos y se sentaron alrededor, trajeron choripanes y unas cuantas cervezas para regar la medianoche. El Ruso seguía loco con el tema de la Negra Ferrari y el asunto ese del vestuario, hablamos de todos los que no vinieron, de los técnicos que tuvimos y hasta aventuramos que algunos llegaron a primera no precisamente por sus dotes futbolísticas. Al final los pibes se pusieron más densos de lo soportable, el escenario ya había sido arrasado y ya no quedaba ninguna autoridad del Club. Entonces decidimos irnos, además, el tornillo también apuraba la retirada. Me quedé tranquilo, los rulos de Araceli seguían allí, sus dientes no muy bien acomodados también y flaca, tan flaca como hacía tantos años, la piel algo gastada, pero nada comparado con mi pelada incipiente y mis canas que ya superaban el 50% de la superficie disponible. La sonrisa era la misma y la simpatía seguía intacta. Algo rea, también. Nos pusimos los abrigos y nos fuimos hasta la entrada principal, nos saludamos, nos prometimos que no se iba a cortar (una vez más, como hacía varios años), que muy lindo todo, que lo que se perdieron los que faltaron.
A casa me llevó el Ruso, absolutamente en pedo, seguía con el asunto ese del baño y la Negra Ferrari. La Negra no fue. Marito tampoco.

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